POR: ROBERT A. GOODRICH V.*
Hace un tiempo atrás escribí y publiqué un ensayo titulado: Dos Grandes de la Literatura Nacional de Panamá: Ricardo Miró y Rogelio Sinán el cual puede ser leído en: http://www.monografias.com/trabajos93/literatura-nacional-panama-ricardo-miro-y-rogelio-sinan/literatura-nacional-panama-ricardo-miro-y-rogelio-sinan.shtml
En el mismo abarqué en parte la vida y obra de ambos escritores panameños sin duda alguna los más importantes de la literatura nacional Miró y Sinán, Sinán y Miró sin duda alguna cada uno en su tiempo y en su momento marcó un antés y un después en la literatura panameña en el caso de Sinán a quién nos referíremos a continunación en el estilo Vanguardista que traía tras vivir en Europa y que marcó un hito en la historia de la literatura panameña en especial en la poesía y la narrativa.
Rogelio Sinán cuyo nombre verdadero fue: Bernardo Domínguez Alba escribió con letras doradas y sacudió al mundo con su exquisito talento mismo que no se guardó para el sólo pues le pasó su antorcha de conocimientos a otros escritores que fueron sus fieles alumnos que tomarón el camino que comenzó.
En honor a él cada 25 de abril Día de su natalicio se honra al escritor panameño con su día el Día Nacional del Escritor pero quién fue este hombre, este tabogano que marcó un antés y un después en la literatura panameña y porqué el mundo lo recuerda tanto.
A continunación les dejo una breve semblanza de su vida y de su obra celebrando al escritor panameño.
Rogelio Sinán, seudónimo de Bernardo Domínguez Alba (Taboga, 25 de abril de 1902 - Ciudad de Panamá, 4 de octubre de 1994) fue un escritor vanguardista panameño. Inició sus estudios en el Colegio De La Salle y se graduó de bachiller en el Instituto Nacional de Panamá (1924). Realizó estudios universitarios en Chile, en donde conoció a los poetas Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Siguiendo consejo de la poetisa, viaja a Italia a aprender italiano; fue allí donde se empapó de los -ismos (dadaísmo, surrealismo, creacionismo, ultrarealísmo, etc.) en boga en Europa en esa época y que serían la base de su obra posteriormente. En 1989, la Universidad de Panamá lo distinguió con el Doctorado Honoris Causa. Actualmente reposa en la Universidad Tecnológica de Panamá el Memorial Rogelio Sinán en honor a este célebre escritor "capitán de la cultura nacional" que veló por la literatura en Panamá.
Este es solo un extracto de su vida pero vamos a adentrarnos más en quién fue Rogelio Sinán.
Rogelio Sinán (Bernardo Domínguez Alba, 1902-1994). Poeta, ensayista, cuentista, dramaturgo y novelista, máximo exponente de la literatura panameña, considerado como iniciador de la vanguardia en Panamá.
Hijo de José Rogelio Domínguez y Angelina Alba, nació en la isla de Taboga el 25 de abril de 1902. Su seudónimo lleva el sello del padre (Rogelio y Renán) y de la tierra (“Sinaí”, punto más elevado de su isla). Sus padres vendieron una parcela de tierra en el Cerro Ancón al gobierno norteamericano, y con ese dinero compraron una casa grande en la avenida Ancón para toda la familia, que era numerosa. La madre falleció en 1914, cuando Bernardo tenía 12 años. Posteriormente, el padre volvió a casarse y tuvo seis hijos más, que se agregaron a los seis del primer matrimonio. Bernardo, penúltimo de los seis primeros, sufría de asma como la madre, y por lo mismo, no podía corretear y mojarse con agua de lluvia, de modo que su entretenimiento fueron los libros y revistas que llegaron a sus manos.
Su educación inicial y primaria las realizó primero en Taboga, después en el Colegio de La Salle y, finalmente, en el Instituto Nacional, en donde se recibió como bachiller en letras en 1923. Un año más tarde viajó a Chile, en cuyo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile inició estudios literarios, que prosiguió en la Sapienza, Roma, en 1926. Los culminó exitosamente en la Universidad Nacional Autónoma de México como licenciado en Letras con especialización en Arte Dramático. En 1929 publicó en Roma el poemario Onda, su primer libro, y también el primero de la vanguardia poética panameña. De regreso a Panamá en 1930 ejerció la cátedra de Castellano en el Instituto Nacional. En 1931, continuó introduciendo novedades a la literatura panameña con su cuento surrealista "el sueño de serafín del carmen", que crea una idea arbitraria de la realidad hasta en el hecho de no hacer uso de las mayúsculas. En 1949, Rodrigo Miró, refiriéndose a "el sueño de serafín del carmen" manifiesta que este cuento pregona su condición experimental. Es una especie de prueba de laboratorio, dice, y no tiene la espontaneidad y el equilibrio que se perciben después en "A la orilla de las estaturas maduras", otro de sus cuentos más celebrados.
Junto con Roque Javier Laurenza y Manuel Ferrer Valdés, según el mismo Miró, Sinán formó un grupo vanguardista en el género cuento, que dio la batalla entre 1931 y 1933. En 1932, Sinán viajó a París con escasos medios, y allí escribió "A la orilla de las estaturas maduras", de irónica inocencia, incluido por Alejo Carpentier en la Revista Social de La Habana. Regresó a Panamá y se reintegró al cuerpo docente del Instituto Nacional hasta 1937, cuando fue encargado del consulado de Panamá en Calcuta. Antes de partir se había estrenado en el Teatro Nacional su farsa infantil, La cucarachita mandinga, cuya música compuso el maestro Gonzalo Brenes. Durante su estancia de dos años en Calcuta escribió una segunda farsa, Chiquilinga, y algunos cuentos como "Hechizo y Lulú ante los tribunales", que reuniría en su libro La boina roja y otros cuentos, en 1954. De vuelta a Panamá en 1940, se dedicó a la docencia en el Conservatorio Nacional y en la Universidad de Panamá. Con la sencillez que lo caracterizó toda la vida, fue capaz de reunirse diariamente con sus alumnos, de diversas edades, en el salón que le correspondió ocupar de la Escuela Nicolás Pacheco, donde funcionaba parte del Conservatorio.
En 1941 se encargó de la Dirección del Departamento de Bellas Artes y Publicaciones del Ministerio de Educación. Ganó el primer premio de la sección novela del Concurso de Literatura Ricardo Miró en 1943, con Plenilunio, que fue publicada en 1947, y ponderada entonces por el Pen Club de Chile como la mejor novela del mes en que salió a la luz pública. En 1944 apareció "Incendio", extenso poema publicado en el N° 1 de la revista Mar del Sur, escrito tras un gran fuego ocurrido en Panamá.
Durante los años 1946 y 1947 dirigió la Biblioteca Selecta, publicación mensual de contenido literario que promovía principalmente los géneros cuento y ensayo. En ese mismo año publicó el cuento "Todo un conflicto de sangre", y, en 1948, "Dos aventuras en el lejano oriente". En 1949 volvió a ganar el Premio Miró, esta vez en Poesía, con el poemario Semana Santa en la Niebla.
Por esa época (1950) fundó y promovió la Asociación Centroamericana de Escritores y Artistas con sede en Guatemala. En México, y durante siete años, se desempeñó en el servicio diplomático como Primer Secretario de la Embajada de Panamá. En esta ciudad obtuvo, en 1953, el primer puesto del Concurso Interamericano del Cuento, bajo el auspicio del periódico El Nacional. En 1957 publicó en México el cuento "Los pájaros del sueño" (Premio Anual de Cuento de la Editora América). Y en Panamá dio a conocer sus ensayos Rutas de la novela panameña (en respuesta a Itinerario y rumbo de la novela panameña de Ramón H. Jurado, de 1953) y Los valores humanos en la lírica de Maples Arce.
En 1964 ingresó en la Academia Panameña de la Lengua como Miembro de Número para ocupar el sillón de su predecesor, Enrique Ruiz Vernacci.
Dirigió el programa radial La cultura en el mundo y creó la primera Fundación de Escritores de Panamá, de la cual fue el primer presidente, en el año 1967.
Dos años más tarde, con motivo del cuatrisesquicentenario de la fundación de la ciudad de Panamá, y con el auspicio del Ministerio de Educación, publicó su cuarto y último libro de versos, Saloma sin Salomar, colección de poemas escritos en diversos momentos. Una colección titulada Cuentos de Rogelio Sinán vio la luz en 1971 bajo el auspicio de la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA), de San José, Costa Rica.
En 1977, Sinán ganó el Premio Novela Ricardo Miró con la obra más emblemática de su producción literaria, la que culmina su ciclo de creación: La isla mágica, cuyo título primigenio, según el mismo autor, sería Semana Santa Pagana. De esta obra, Casa de las Américas (La Habana, Cuba) realizó una reedición en 1985 y la Universidad Tecnológica de Panamá, otra en 2002, con motivo del centenario del escritor. En 1982, a la edad de ochenta años, Sinán publicó la última de sus obras, correspondiente al género cuento: El candelabro de los malos ofidios y otros cuentos.
En el teatro, fue no solo creador de cinco obras (incluyendo Comuníqueme con Dios y Nuevo pecado original) sino que, además, descolló como director de obras contemporáneas como: Mulato, del estadounidense James Langston Hughes; Las brujas de Salem (1953), de Arthur Miller, y Delito en la isla de las cabras, de Hugo Betti.
En 1992, el Instituto Nacional de Cultura publicó un libro de ensayos con juicios valorativos acerca de su obra, que lleva el título de El mago de la isla (Reflexiones críticas en torno a la obra de Rogelio Sinán). Después de su muerte, en el 2000, la Universidad Tecnológica publicó Poesía Completa de Rogelio Sinán con prólogo de Elsie Alvarado de Ricord.
Entre los idiomas a los que ha sido traducida la obra de Sinán figuran el búlgaro, el alemán y el inglés. Su producción literaria, además, ha merecido el estudio y juicio crítico de nacionales y extranjeros entre los que destacan Gloria Guardia de Alfaro, Elsie Alvarado de Ricord, Enrique Jaramillo Levi, Ricardo J. Bermúdez, Pedro Correa (Panamá) y Nicolás Guillén (Cuba), Luis Alberto Sánchez (Perú), Manuel Maples Arce (México), Carmen Naranjo (Costa Rica), Eduardo Mallea (Argentina) y Roberto Fernández Retamar (Cuba). Y entre los mecenas para la publicación de algunos de sus libros figuran, mencionados por el propio autor, Manuel Roy, Diógenes de la Rosa, Bonifacio Pereira Jiménez, Guillermo Andreve y Mario Preciado.
Contrajo matrimonio tres veces: primero, con una artista italiana que pronto regresó a su tierra; segundas nupcias con la joven Ruth Laws, con quien tuvo dos hijos: Ruth Sinán Domínguez Laws y Rogelio Sinán Domínguez Laws. Y, terminada esta relación, con la profesora Berta María Cabezas, con quien tuvo una hija, Golconda Sinán Domínguez Cabezas. Aunque al tiempo se separaron, Sinán no se volvió a casar.
El 4 de octubre de 1994, Rogelio Sinán falleció en la ciudad de Panamá, a la edad de 92 años.
La obra de Sinán y su presencia en la cultura nacional representan la más depurada expresión de la literatura panameña del siglo XX. Asistió a un sinfín de congresos y asambleas literarias, y fue, además, distinguido con múltiples condecoraciones, a saber: Orden Manuel José Hurtado (Panamá), Orden Vasco Núñez de Balboa, Hijo Meritorio de la Ciudad de Panamá (Panamá, 1987), Llaves del Distrito e Hijo Meritorio (Taboga, Panamá, 1987), Orden Alejo Carpentier (Cuba, 1987), Doctorado Honoris Causa (Universidad de Panamá, 1989), Orden al Mérito Intelectual (Academia Panameña de la Lengua, 1992).
Llamado por la crítica “el poeta”, “el Mago”, “el Brujo” (como lo llamó Luis Alberto Sánchez), “el Maestro” y “el Padre de la Literatura Panameña”, el día de su nacimiento fue señalado, mediante la Ley 14 de 7 de febrero de 2001 como Día de la Escritora y del Escritor Panameños. La misma Ley creó la Condecoración Rogelio Sinán como máximo galardón bianual que conceden el Órgano Ejecutivo y el Consejo Nacional de Escritoras y Escritores de Panamá al cultor de las letras seleccionado por su trayectoria y méritos literarios y humanos. Con su nombre, además, se designa el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán que concede anualmente la Universidad Tecnológica de Panamá.
Un hombre que triunfó dentro y fuera e Panamá que trajo consigo el estilo europeo que aprendió de los grandes maestros un hombre que cosechó el éxito y lo transmitió que dejo obras cumbres de la literatura nacional como: La cucarachita mandinga (teatro infantil), Chiquilinga (teatro infantil), Plenilunio (Una de las mejores novelas que este servidor ha leído inspirada en Niebla de Miguel de Unamuno, La Isma Mágica (inspirada en su natal isla de Táboga), sus obras poéticas: Onda (editada en Roma), Incendio, Semana Santa en la Niebla, Saloma sin salomar y el compendio de su obra editado por la Universidad Tecnológica de Panamá titulado: Poesía completa de Rogelio Sinán con prólogo de Elsie Alvarado de Ricord (este lo recomiendo totalmente hay una edición pdf libre en Internet).
Es uno de los escritores que más admiro su poesía es extraordinaria cargada de elementos, de ideas, de historias en fin. Su narrativa es tan maravillosa sus libros de cuentos: A la orilla de las estatuas maduras, La boina roja y otros cuentos (el más conocido quizás de su bibliografía literara en este género) y otros libros más como: Cuentos de Rogelio Sinán editados por la Editorial Universitaria Centroamericana en San José, Costa Rica, Homenaje a Rogelio Sinán, poesía y cuento con Prólogo de Enrique Jaramillo Levi y otros libros más de su producción son sin duda alguna piezas de obras maestras de la literatura panameña.
Es más Rogelio Sinán es considerado por muchos como uno de los mejores cuentistas de Panamá (Hoy en día personalmente considero a Enrique Jaramillo Levi y a Ernesto Endara como los mejores cuentistas a mi parecer de Panamá).
Como poeta también escribió poemas infantiles, como dramaturgo dramas infantiles, como ensayista también publicó ensayos, como cuentista publicó hermosos cuentos bien logrados con un estilo único, como poeta trajo consigo un estilo vanguardista y europeo, como novelista solo dejo dos obras: Plenilunio y la Isla Mágica esta última lo dejó agotado por las dimensiones y el estilo utilizado en la misma con ambas obras ganó el Premio más importante de la Literatura Panameña el Premio Ricardo Miró.
De la Isla Mágica se realizarón 4 ediciones una por el INAC, otra por Casa de las Américas en Cuba y dos por la UTP en Panamá.
De Plenilunio si se han hecho varias ediciones la última creo que fue realizada por Ediciones Lewis (Gran Morrinson) en Panamá.
Parte de su obra:
Balada del Seno Desnudo, por
Rogelio Sinán
¡Mangos!... ¡Mira!... ¡Tantos!...
¡Oh!... ¡Uno maduro!...
(¡Dio un salto... y salióse
su seno, desnudo!)
¡Yo salté del árbol!
¡Upa!... ¡Tan!... (¡Qué rudo!)
¡Por mirar de cerca
su seno desnudo!
¡Me miró asustada!
¡Cubrió... lo que pudo
y... huyó...! ¿Qué robaba?
¡Su seno desnudo!
Lejana..., lejana...
me envío su saludo.
(¡Yo seguía mirando
su seno desnudo!)
¡Perfume silvestre
de mangos maduros!,
¿por qué me recuerdas
su seno desnudo?...
Del libro: Onda. 1929
Soledad, por
Rogelio Sinán
Traje a ti
mi soledad
para que
le dieras alma.
Pero la dejaste sola
en el camino,
¡qué sola
dejaste mi soledad!...
(¡Pensar que la traje a ti
para que le dieras alma!)
Del libro: Onda. 1929
Mancha de Sol, por
Rogelio Sinán
Campo traviesa, cansada,
con el hijo en el cuadril,
la moza va hacia el lejano
cuchitril.
El sol coloca en los árboles
sus moneditas de oro.
Y el niño suelta la fuente
de su lloro...
La rapaza saca el seno
rozagante a se lo dar...
El niño bebe. Ella ríe.
Y echa a andar...
Del libro: Onda. 1929
Viaje, por
Rogelio Sinán
Las nubes -escolares
de escuela elemental-
han tomado sus libros
de luz y se van...
El caballo del viento
las conduce
sobre su lomo tierno.
¡Ya se van! ¡Ea! ¡Ea!
Y ¡adiós! les van diciendo
con sus pañuelos de humo
las chimeneas...
Del libro: Onda. 1929
Avión, por
Rogelio Sinán
UNA luz rasga la noche
trepanando__arriba__nubes.
Pareces estrella en marcha,
avión-pupila que subes!
Tu ruido__toques del viento
roto en astillas por la hélice__
se esparce bebiendo millas
hacia el Infinito...
Miro:
Tu estrella que corre loca
y las que apenas rutilan.
Mi pensamiento echa a andar...
detrás de cuál? Tras ninguna!
Más arriba! Más arriba!...
Del libro: Onda. 1929
Las Bodas de Canaán, por
Rogelio Sinán
GOZA la tarde nupcias de estirpe salinera
donde céfiro y brisa trasegan arrebol.
Mas la encendida savia de la vida deja apenas
un vaivén de palmeras y una sed en clamor
Medusas y corales dipsómanos de néctar
festinan el prodigio. ¡Venid a ver! El Sol
"¡Verted__dice a las nubes__ la sangre de mis venas!"
Y, el mar (¡santo milagro!) trasmútase en licor.
Del libro: Semana Santa en la Niebla
Primer Premio Nacional de Poesía
Concurso Literario "Ricardo Miró" 1949
Pecados Capitales, por
Rogelio Sinán
VELÁMENES soberbios, deshilachando brisas,
despiertan la avaricia de la marina suma.
Pereza en las merluzas; orgullo en las corvinas;
y, en pulpos, tiburones y pelícanos, gula.
De la onda opalescente surge la curva dócil
que en senos tenebrosos oculta la lujuria.
¡Satán, Satán, aleja la glauca mariposa!
¡Venciste, helada forma! Delfines, aleluya!
Del libro: Semana Santa en la Niebla
Primer Premio Nacional de Poesía
Concurso Literario "Ricardo Miró" 1949
Cuaresma de Terrores, por
Rogelio Sinán
MARÍTIMA cuaresma de lo metamorfosis
_¡oh suicidio asombrado de peces y de frutas!_
cuando crecen escamas al vientre de la noche cuan
mutilado de estrellas y preñado de brujas.
¡Pueril forma dolida del sueño cancelado
braceando a la deriva de la inútil sirena!
¡Cuánta cera desnuda buceaba candelabros
y Cristo, anegados en océanos de niebla!
Del libro: Semana Santa en la Niebla
Primer Premio Nacional de Poesía
Concurso Literario "Ricardo Miró" 1949
Endemoniadas, por
Rogelio Sinán
POSESAS de la bruma con belfos de gemido
galopan ola y brisa remeciendo cordajes.
Huracanadas alas con rayos en el pico
desgreñan maldiciones, espumarajos, ayes
Hunde el Sol luminosas agujas de prodigio
desalojando nieblas de filiación desleal;
y, anatematizado, deshecho el maleficio,
los fúlgidos demonios precipítanse al mar.
Del libro: Semana Santa en la Niebla
Primer Premio Nacional de Poesía
Concurso Literario "Ricardo Miró" 1949
El Hijo Pródigo, por
Rogelio Sinán
LAMIENDO tierra, arena, raíces y bozafias,
tumbo a tumbo al origen precipítase el río.
Los oros del poniente despilfarró en cabriolas
de ondulante premura por liquidar su opimo
caudal de margaritas y alas de mariposa.
Vuelve enjuto, lodoso, pordiosero de estío,
y, añorando caricias de paternales alas,
arrójase en el seno del Mar, arrepentido.
Del libro: Semana Santa en la Niebla
Primer Premio Nacional de Poesía
Concurso Literario "Ricardo Miró" 1949
Uno de sus Cuentos.
A LA ORILLA DE LAS ESTATUAS MADURAS
Rogelio Sinán
Allí en el río era donde mejor estaba. Ni los sollozos de la tía Josefina que andaba siempre de un lado para otro quejándose del reuma, ni los gritos delgados de su madrina José María que no hacía más que darle con el chicote siempre que hacía
alguna diablura, ni los recados a casa del compadre, ni el tirapié del Juez, ni el rosario, ni nada.
Una cosa era estar al pié del zapatero con el “Cristo A.B.C.” entre las manos —la de la horqueta era la Y, la de los palos, la U— y otra cosa era estar a la orilla del río, con su tapón, esperando a la tórtola.
—Muchacho, anda a comprarme tachuelitas—, le habían dicho.
Pero él había comprado maíz. El zapatero se quedaría esperándolo. La vuelta era lo malo.Ya él conocía muy bien los rebencazos del tirapié. Dolían primero un poco; después le iba quedando como una especie de picazón en todo el cuerpo; se
secaban las lágrimas antes de los sollozos, y el dolor se dormía. Al día siguiente se repetía la cosa.
Por el camino largo —sudor y sol— se había topado con
gente de campo. Que tuviera cuidado, le dijeron; andaba por allí
un toro suelto. Y, ahora, sentado allí entre el matorral, hacía sus
cálculos de huida. Había que estar alerta por si acaso caía por
allí el bicho. ¿Y qué? Nada tan fácil como subirse a un árbol.
¿A cuál? Miró aquí. Miró allá. Puso la vista en uno. Entre los
muchos que había del lado de acá, ése era el indicado. Estaba
sobre el agua en forma de arco y parecía que estuviera “tirándose
de cabeza” como lo hacía él cuando venía a bañarse con los
otros muchachos. El gran árbol tenía mucha fronda. Metía sus
ramas en el agua (¿para pescar?). Era fácil subir y acomodarse
allí, escondido entre lo verde mirando abajo.
La inquietud de probar —ya había probado tantas veces—
lo aferró por un brazo. Al fin de cuentas, no era malo ensayar.
Aquella vez —la culpa de El Ñopo— casi se rompe el cuello.
Se habían fugado todos de la escuela. Eran cinco: El Ñato, El
Ñopo Pedro, Goyo Gancho, Fulo Encuero y... ¿el otro? ¿Quién
era? No recordaba. El otro... ¡Ah! Sí, el Culizo. Andaban por
allí echándose abajo, desde el árbol al agua. La rama se fué
haciendo resbalosa. Él perdió el equilibrio. Y cayó, no en el
agua, sino en la tierra firme. El tanganazo fue padre. Desde entonces
le habían prohibido ir al río. Pero hoy se había fugado,
¡qué diablos!
Si el animal venía, él, de un salto, se treparía en el árbol. No
era malo probar. Se alzó. Se echó a correr y ¡pum! ¡Arriba!... El
árbol se meneó como un gran trampolín y sumergió sus ramas,
que sacó luego a flote chorreando agua. Se acomodó a caballo
sobre el doblado tronco —¿arco para qué flecha? ¿puente para
qué ruta?— lo zarandeó otra vez encaprichado y luego, pareciéndole
buena la prueba, bajo rápido. Se escondió nuevamente
entre los matorrales y siguió preparando su tapón para cazar
palomas.
Goyo Gancho tenía un tapón que —¡púchas!— era tamaño
grande. Goyo Gancho sabía muchas cosas. Era su buen amigo.
Amigo para el río solamente o para robar mangos en la finca de
Chago López, porque en cuanto al tapón...
(¿Me lo prestas, Goyito? Voy al río no más y te lo traigo
como si náa...).
...no había querido ni dejárselo oler. Y no hubo más remedio
que hacer uno de la mejor manera posible. Había ido recortando
ramitas secas, las más derechas que había hallado. Ahora,
ya estaba casi lista la tapa, en forma de pirámide. ¿Y si el
toro venía? Seguramente era ese que había traído de la feria
Don Patrocinio. Lo había visto una tarde embestir a un potro.
Por poquito le saca las tripas. Miró el árbol. Se bamboleaba. De
allí arriba, ni Cristo...
Hacía calor. Se secó con la manga la frente. Debía ser mediodía.
Era la hora propicia al aguaite. A poquito caerían a beber
agua las palomas. Puso el oído... ¡Nada! Sólo el viento movía
fuerte las ramas; pero también se oía la música del agua,
que corre y corre siempre quién sabe adónde. “Lo mismo que
la gente”. El señor cura tenía razón. Era una lata, sin embargo,
ir los domingos a la doctrina porque había que ponerse los zapatos.
Pero el padre Camilo era bueno, y decía muchas cosas, y
daba confites. A las muchachas sí que las regañaba. ¿Por qué?
Después de todo, Goyo Gancho podía quedarse con su tapón
en casa. Ya él había terminado el suyo propio. ¡Y mejor!
Seguía el ruido del viento y del agua. Pero ya comenzaba a
oír en la distancia el tira y jala del turrututeo. Había puesto la
trampa con su poquito de maíz debajo y se había colocado un
poco lejos, bien escondido entre las hojas. De pronto oyó a su
espalda un alocado sacudimiento de ramas. Pensó en el toro; y
algo se le subió a la garganta. Loco revoloteo. ¿Una paloma?
Se envolvió en un silencio pequeñito. Sintió de nuevo la rápida
repercusión de golpes entre la fronda. Oyó un zumbido largo
como una bala y... ¡zas!... allí cerquita, sobre una rama, se paró
la paloma. Se zarandeó un poquito. Abrió y cerró las alas. Alzó
el pico. Miró a un lado y a otro. Y se quedó un momento como
escuchando. Después se dio a espulgarse.
Hecho un ovillo de silencios, él la estuvo acechando. Le parecía
que el viento mugía ahora con más furia. Una piedra le
hacía mal en el suelo. Se quería acomodar. ¡Cuidadito! Si se
movía, volaba. ¿Por qué harían tanta bulla las aguas del río? La
paloma hizo un movimientito, abrió las alas, y descendió a otra
rama. ¡Ésta caía seguro! Al diablo Goyo Gancho con su tapón y
todo. El viento remeció fuerte las ramas. La paloma planeó y,
suavemente, apoyó sus patitas en el suelo. No una sola: ¡muchas
iba a coger! Ponía el pico en la yerba; volvía a alzarlo; y
avanzaba con pausas hacia el grano. Todo el pueblo se asomaría
a mirarlo. ¿Y si el toro venía? La paloma avanzaba. Que no
viniera. Y él pasaría orgulloso por la plaza. La paloma movía la
cabecita. Subirse al árbol era la salvación. Un collar de palomas
alrededor del cuello para que las mirara todo el mundo. Ya iba a
picar los granos. ¿Y el zapatero? Goyo Gancho lo miraría con
rabia. Movió el viento las ramas. La paloma levantó la cabeza y
se quedó un momentito asustada. Se iba... ¡Se iba! Echó un paso
adelante... y picó un grano. “¡Mire, madrina, cuánta paloma traigo!”
Picó otro, sin moverse. La madrina se quedaría mirándolo
sin decirle palabra. Un paso más y... ¡pum! O bien se haría la
brava y le diría: “Pon ahí eso y andaveme a comprar un real de
achote”. Ya estaba por caer, pero a lo lejos, se encendieron de
pronto unas voces. ¿Muchachas? La paloma se echó un poquito
atrás. ¿Y quién diablos sería? Alzó el pico asustada. Las voces
se agrandaron rápidamente. Abrió y cerró las alas. Tomó empuje.
Ruido grande de voces. Viento. Gritos. La paloma desdobló
su inquietud y alzó en parábola su vuelo sin ruta. ¡Todo perdido!
Y, ¿quién ¡caray! a esa hora?
Un pequeño disgusto de fracaso le hizo cerrar los puños.
¿Escaparían del toro? Una vez había visto en un sueño a una
muchacha vestida de rojo perseguida por un torazo negro. La
muchacha resultó ser él mismo. Pero las risas que oía no eran de
miedo. Eran risas de risa. Una ola que avanzaba. Allá en el pue-
blo era bello reírse por reírse, en la plaza con luna o en el rincón
del atrio. Ya lo echarían de menos su madrina y el juez.
“Apenas venga le pego”. El chicote pendía de una horqueta. Ya
las voces estaban allí al lado, pero no veía a nadie. ¿De dónde
habrían sacado ese chicote? Una vez lo escondió. Todo el mundo
buscaba. Y él repetía dentro de sí, como en el juego, “frío...
frío... caliente, caliente”. ¿Sí vendrían a buscarlo estas muchachas
a él? Pegaría una carrera. Ni Goyo Gancho pudo alcanzarlo
un día. Corría como caballo. Volaba. Lástima, la paloma. El
rencor le volvió, por un instante, a los puños. Pero ahí estaban
las risas. Iban a aparecer. Su rabia se cambió en curiosidad.
Asomó la pequeña cabeza entre las ramas y se quedó esperando.
Una muchacha —“¡Vengan, vengan!”— llena de sol y risa,
desembocó al galope.
—¡El río está pa’ comérselo!
Él no había visto gente así rubia en el pueblo.
Y llegaron en yunta otras dos. Se veía, por lo rojo del rostro,
que habían andado por ahí robando mangos. Andaban echas
aguas, del sudor. Sin medias y con las zapatillas en la mano...
Ah, ¡sí!, las conocía. Que habían estado allí el otro verano.
Cuando la junta de Alba y el paseo con iguana. Mejor la
junta —cumbia y chicha —con María Molinillo que gritaba
borracha y Goyo Gancho que se cayó del bayo. Sí, como ahora,
se reían y gritaban, con la vela en la mano, bailando cumbia.
Habrían llegado ayer en la balandra del Ñopo Juan. Más grandes.
Más bonitas. Las estaba mirando desde su gruta de hojas.
No oía lo que decían. Se habían sentado. Una que otra palabra
le llegaba al oído desmenuzada. El viento las partía con sus
tijeras de éter. Así desgranaba él cada mazorca, por las mañanas,
cuando le daba el grano a los pollitos. Uno se había enfermado.
Debía echarle limón en el pico. Si estuviera más cerca
oiría claro. Pero el agua hacía bulla y el viento mugía. Una
tenía las piernas, desnudas, en horqueta, y él miraba un poqui-
to. Otra, con una rama, meneaba la corriente del río. La que
estaba de espaldas al tronco era mejor que las otras. Rumiaba
un mango verde. En la finca de Chago López habrían estado. O
en la hacienda de Doña Gumercinda. Allí era peligroso, por el
ganao. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo y dando gritos;
como cuando hubo el fuego, que todas las mujeres corrían
de un lado para otro chillando con los brazos al aire. Se iba a
calmar el viento. Se calmaba. Le llegaban ahora al oído palabras
claras. La que tenía la espalda apoyada al árbol decía —se
reía, movía las manos— “Su boca tenía gusto de tabaco y me
apretaba el seno... y me apretaba tanto...” El viento sopló fuerte.
Le llegaban trocitos de otras palabras y el pentagrama fresco
de las risas. Otra se levantó meneando el torso y tarareando
una rumba. Con ésta había bailado él una cumbia en la junta de
Alba. No quería. Reculaba. Goyo Gancho lo había hecho caer
a la rueda. Y había bailado largo. Un borracho lo echó a un
lado diciendo: “¡Fuera, chiquillo baboso!” Ahora ella se meneaba
como entonces y cantaba una rumba. Las otras comenzaron
a imitarla, cada una por su lado, con la blusita levantada.
Y él notaba cómo las blusas iban subiendo poco a poco. A la
madrina José María la había visto una noche desnuda. Había
entrado en el baño, sin saber, de golpe, y allí estaba la vieja
desnudita. “¡Muchachito del diablo, cierra la puerta!”
Tenía el alma en cuclillas por eso nuevo, bello y fuerte que
veía; porque de entre los círculos del ritmo habían ido saliendo
ellas —¡las tres!— desnudas. Por un instante su cabecita fue
una veleta sin norte. Se acomodó mejor entre las hojas. Se había
calmado el viento. Sentía calor. Goyo Gancho no iba a creer
la cosa. “¡Qué va, hombre!” Pero sería mejor no decírselo a
nadie. De pronto una muchacha cambió el motivo de su juego
y de un brinco quedó sobre la curva del árbol. Lo zarandeó un
poquito de abajo e hizo el gesto de echarse, pero no se atrevió
y bajó de nuevo. A él le venían ahora ganas inmensas de bañarse
con ellas; de mostrarles su montón de piruetas que sabía; por
ejemplo, tirarse del árbol dando dos vueltas en el aire o nadar
bajo el agua muchos metros. Nadando bajo el agua se había
topado una vez con algo blando. Una culebra acaso, un cocodrilo.
El agua estaba turbia. No se veía. Y había salido a tierra
despavorido. ¡Quién sabe qué animal era aquél! A poquito no
más y se lo come. “Ya ves, eso te pasa por travieso”, le había
dicho la tía Josefina.
Cogidas de las manos, las muchachas andaban dando vueltas.
Y sus cuerpos sudados brillaban bajo el sol. “Cojo una mano,
cojo la otra”. La noche de San Juan habían hecho en la plaza
del pueblo una rueda de treinta personas que giraban alrededor
de una gran fogata. Y daba miedo ver cómo brillaban, al resplandor,
las caras de los borrachos. Chicha fuerte y arroz a la
Juliana en casa de Rita Pacheco. Goyo Gancho se había llevado
en su caballo a Rosario Pinto...
Seguían ellas su juego, cantando... “sentadita en su huerta
limón”. Estaban allí brinca que te brinca y el bicho podía venir.
Bueno. Ya las veía él corriendo. Pero, de pronto, sin saber él
por qué, las tres muchachas detuvieron su juego y, por el árbol
—trampolín seguro— cayeron como frutas, una tras otra, al
agua. Como la orilla era alta, él las dejó de ver. Siguió sólo
escuchando el chapaleo y las voces. Podía él desnudarse ahora,
sin que lo vieran, y echarse al río de golpe. ¿Qué pasaría? De
vez en cuando subía una, se trepaba en el árbol y...
¡pumdubúm!... se echaba. Por el ruido que hacían al caer, él
notaba que lo hacían mal. Caían al agua de barriga. A él sí
tenían que verlo. Ni Goyo Gancho, ni el Culizo que tenían tanta
fama.
Como no seguía viéndolas, la impresión de los cuerpos se
diluyó en su mente. Y comenzó a pensar como chiquillo. Comenzó
nuevamente a ser muchacho. Y se le fue metiendo entre
las cejas un pequeño capricho. Ah, ¿si les escondiera las ropas?
El fulo José Manuel había tenido que irse por entre el
monte, desnudito, hasta la finca de Goyo. Todos lo habían sabi-
do en el pueblo. Por eso le decían Fulo Encuero. De veras, era
bueno esconderles la ropa. Le habían hecho espantar la paloma.
¡Con la bulla que hacían! Ya no salían afuera. Oía sus gritos y el
barullo del agua. El viento sacudía de vez en cuando las ramas.
Un remolino de hojas secas y polvo se elevó cerca de él. ¿Cómo
esconder la ropa? ¿De una sola carrera, aunque lo vieran, o arrastrándose
poco a poco para que no se dieran cuenta? Mejor así.
Pero... ¿y si el bicho venía de repente? Todavía no se había
movido, y ya se estaba viendo lleno de miedo en la actitud del
robo.
Le pasó, cerca, zumbando, la bala de una paloma. Miró el
tapón. Muerta ya su inquietud, estaba allí caído a sus pies como
una cosa inacabada e inútil. Mañana volvería. Había que preparar
mejor la trampa. ¿Qué horas serían? El zapatero estaría ya
en casa poniéndole las quejas a la madrina. Pero ella no le pegaba
duro. Cuando él llegara, ya estaría ella con el chicote en la
mano. “¡Ven acá, muchacho! ¿Dónde diablos has estado?” Tía
Josefina, siempre quejándose del reuma, saldría en su defensa.
“¡Déjalo estar, mujer, estaría por ahí!” Un rebencazo aquí y otro
allá, que ni siquiera lo tocaban de lleno, porque él sabía muy
bien defenderse, esquivando los golpes que casi siempre caían
sobre los muebles. Eso era todo. Lo demás eran gritos. De la
madrina, de él y de la tía. Los chillidos de la madrina José María
se oían hasta en la casa del señor cura. Y la tía Josefina la
cogía al fin con él, pues, en el ajetreo, los dolores del reuma le
volvían de fijo... Y si lo molestaba otra vez el Culizo con aquello
de “Ven-acá-muchacho” le iba a mandar su golpe. Ya lo tenía
cansado.
Un moscardón le zumbó en el oído. “Mosca el diablo”. Le
tiró un manotazo. Eso faltaba que una mosca viniera a picarlo.
De todos modos las ropas tenía que escondérselas. Le habían
hecho espantar la paloma. Aunque lo vieran. Eso no le importaba.
Y se arrastró un poquito, en cuatro patas, muy lentamente.
¡Mucho cuidado! Sus ojitos viajaban del río a la ropa y de la
ropa al río. Seguía oyendo los gritos de las muchachas. Pero no
las veía. Se habían dado a otro juego, seguramente, porque sólo
veía, de vez en cuando, algo como pelota que hacía arcos en el
aire. Oía claro las voces. “¡A mí, a mí!” Rumor de agua. Zumbidos
del viento. “No la tires tan fuerte”. Adivinaba a veces, a
través de las ramas, una cabeza rubia que pasaba y un chapaleo
confuso.
Se iba acercando lentamente a la ropa. Le palpitaba el alma.
¿Si lo veían? El viento levantó su remolino de polvo y hojas
secas. Cerró los ojos. ¿Si lo veían? ¡El las había mirado desnuditas!
¿Le tendría que confesar esto también al cura? “Acúseme
padre, que... ” Oía las voces. “¡Tira aquí, tira aquí!”... “he visto
a tres muchachas en cuero.” Le zumbó nuevamente el moscardón.
“Y eso cómo muchacho?” Era mejor no decirlo. Ni a Goyo
tampoco. Ni al Culizo. Chapaleo, chapaleo. Gritos y viento. Después
de todo... “¡oye, no tires fuerte!”. Una vez él no había confesado
un pecado. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo. Y
él se veía a sí mismo, en medio de ellas, allá arriba en el árbol.
Un chapaleo confuso entre las ramas. “¡Zambúllete a cogerla,
idiota; no la dejes perder!” Veinticuatro Avemarías y un credo
de penitencia. Y además... las blusitas estaban sudadas. Las aferró
en conjunto. Y, cuando iba a volverse atrás para esconderlas,
oyó de pronto el trote fuerte de la bestia que se acercaba. Era el
toro. Era el toro. En un zig-zag de espanto le pasó la gran bestia
por la mente. Enorme. Embravecida. Mugiente. Y el grito le
salió como trueno:
—¡El toooro! ¡El toroooo!!!
Soltó la ropa. Huyó por entre el monte. Bala perdida.
Cada estatua desgajó su lamento. Los lamentos se unieron
en mazo. Y el viento, por su cuenta, hizo del mazo un bloque de
alaridos. El chapaleo confuso, hecho de espanto, partió el agua
en telas hasta el árbol. Era el refugio próximo. Y cada una puso
en él su inquietud. Se subieron de un salto, sin percepción exacta
de lo que hacían. Se apretujaron, una al lado de la otra. Entre
las hojas verdes, los tres cuerpos desnudos se balancearon un
momento chorreando agua. Ahora sólo eran un racimito de miedos
y silencios.
Los pasos de la bestia se acercaban bebiendo suelo. Ni una
palabra. Ni un grito. Ni un lamento. El gran miedo había puesto
su cartel a la entrada del árbol, como en los cines. “No se habla”.
Sólo se oía la música del viento y el coro ruso del agua.
Los golpes de tambor de las pisadas se hacían siempre más claros.
Con los ojitos puestos en la pequeña boca del camino, las
tres estatuas se apretujaban cada vez más sobre el árbol. Ya la
idea era una sola, un punto: EL TORO. Ya estaba allí cerquita.
¡Iba ya a aparecer! ¡Ya estaba allí! ¡Oh!
No era el toro.
Era el cura del pueblo que venía caballero en su mulita.
¿Cómo doblar la risa en pedacitos para que no saliera? Ya
ellas lo conocían. Era severo. Si las veía desnudas, ¡Virgen Santa!
Era un santo señor. Cada domingo hacía un sermón larguísirno
sobre las buenas costumbres. Y ahora, ¿qué pasaría?
Se bajó de la mula. ¿A qué vendría? Era tan puritano. ¡No
vendría ciertamente a bañarse! La mulita se fue derecho al agua
y se puso a beber. El señor cura, en cambio... ¿A qué vendría?
Se estaba tan sabroso en el agua. Sacó de la mochila una gran
toalla blanca y un libro viejo. Los puso al pie del árbol. ¿Vendría
a bañarse? ¿Y eso de cuándo a dónde? ¡Era tan tímido!
Nunca miraba a nadie y andaba siempre con los ojos al suelo
como buscando el último pecado para ofrecerlo a Dios.
¡Sí, en efecto! El señor cura venía a bañarse. Miró a un lado
y a otro. Y, ya tranquilo, empezó a desabrocharse muy lentamente
la sotana. ¿Cómo amarrar la risa, con qué sogas, para que
no saltara desbocándose? ¡Avemaría y el cura de los infiernos!
Apareció primero una rarísima camiseta de lana, verde a rayas
y agujereada por todas partes. Después el pecho fuerte, lleno de
vellos. Y al fin un muy curioso pantaloncito de baño, tan pequeño,
que apenas le cubría lo necesario. Era también a rayas, pero
rojas sobre fondo amarillo. Las piernas eran flacas y peludas.
Demasiado peludas. ¿Cómo diablos amaniatar la risa?
Se sentó al pie del árbol y se puso a leer, tranquillo como si
nada, el libro que traía. Sin duda era la Biblia. De vez en cuando
miraba a la corriente, y volvía a sumergir, luego, sus ojos en las
páginas.
Pero el buen cura no podía concentrarse. El pensaba que
todo le iba mal. El había cometido algún pecado gravísimo, porque,
la noche antes, el demonio lo había vuelto a tentar. Carmela
era la causa. Pero, Señor, ¿qué culpa tenía la pobre muchachita
de tener buenas formas? Pero no eran sus formas solamente,
eran sus ojos verdes. ¿Por qué, cada mañana, cuando venía a
traerle el desayuno, se le quedaba ella mirando con esa sumisión
de cabra? Ese era su tormento. Cada noche lo tentaba el
demonio. Él habría cometido un gran pecado, porque el Señor le
había retirado su ayuda. Noche a noche sentía una desazón insostenible.
Y no lograba, ni conciliar el sueño, ni apartar de su mente
los ojos verdes de aquella criaturita. Pasaba sus vigilias noche a
noche empapado en un sudor frío y pegajoso que le brotaba como
la sangre al Cristo. Se había dicho: “Mañana me daré un baño en
el río.” Y había venido precisamente a esa hora en que el calor
hace estar en su casa a todo el mundo. Pero no estaba bien sumergirse
enseguida. Estaba sofocado y la emoción del frío podía
causarle mal. Había traído un libro, pero no conseguía concentrarse.
¿Cuál era aquel varón —Santo varón— de la Tebaida
que sucumbió a la tentación del demonio? Señor, no recordaba...
Padre Zózima no era. Padre Zózima era aquel que tenía su
historia muy entroncada con la de aquella otra gran Santa que
se llamó María Egipcíaca. Tampoco era el Santo Francisco de
Asís.Ni San Antonio tampoco. Definitivamente no recordaba, o
no sabía a ciencia cierta. Con perdón del Señor. Que todas estas
cosas las debería saber un buen siervo de Dios. Pero en alguna
parte había él leído aquella historia. En la “Leyenda Aurea” seguramente.
Tenía que repasarla. Y había también leído en algu-
na parte unos consejos contra las tentaciones del Maligno. Ayunos
y cilicios decían los padres de la Iglesia. Ay, Señor, cómo se
adivinaba que ellos no habían vivido en el Trópico. ¡Qué extraño!
Una inquietud lo dominaba casi inconscientemente. Tenía
abierto su libro y por más que hacía esfuerzos, no podía percibir
exactamente, no podía darse cuenta del texto. Sus miradas se le
iban siempre al agua. Algo tenían las ondas. ¿Acaso lo tentaba
nuevamente el demonio? Pensó en los ojos verdes. ¡Qué laxitud
de cabra tenía aquella bendita criatura del Señor! En sus últimas
noches, sus sueños habían sido una cruel geometría de líneas
dóciles, mórbidas, flexibles. Ancas, senos y piernas de mujeres.
Pero ahora no dormía, ¿Por que en las ondas veía también
reflejos de ancas, piernas y senos? Quería mirar de nuevo. Quería
cerciorarse. Pero no se atrevía. Sentía en la nuca la mismísima
garra del Maligno. “¡Ave gratia plena caminus tecum!” Sintió
valor. Hizo un esfuerzo duro, y posó la mirada, casi desfallecida,
sobre las ondas. ¡Oh Señor! ¡Sí, Señor! La geometría infernal
estaba allí, de nuevo, como en el sueño. ¡Exacta! Se movían
en las ondas, se cruzaban, las líneas dóciles. ¡Ancas, piernas y
senos de mujeres! “Satanás, vade retro’’. Se persignó angustiado.
Tiró el libro. Se alzó. Cogió su ropa. Y cuando iba a vestirse
—¡Alabado sea Dios!— oyó risas agudas, largas, estentóreas,
que caían de los árboles. ¡Oh, ya no pudo más! Todos los diablos
del infierno habían venido a tentarlo. Y huyó tal como estaba,
por el camino lleno de sol. Una nube de polvo y carcajadas,
lo seguía como un rabo, como una maldición...
Todos debemos recordar y preservar el legado de Rogelio Sinán por eso hoy y siempre FELICIDADES A TODOS LOS ESCRITORES PANAMEÑOS.
Fuentes
-Monografías.com (Se encuentra el Ensayo que escribí sobre Miró y Sinán).
-Wikipedia
-Panamá Poesía
-Encaribe.org
-Hablandoconlosfantasmas.com Blog.
*
Robert Allen Goodrich Valderrama (Panamá 1980): Poeta, escritor, ensayista, bloguero, Presidente UMECEP Panamá, Embajador de la Paz, Gestor Cultural creador del Blog Mi Mundo www.robert-mimundo.blogspot.com del Grupo en Facebook Amor por las Letras ha participado en más de 40 antologías a nivel mundial ha publicado libros de: Cuentos, ensayos, poesías que se encuentran a la venta en www.lulu.com www.amazon.com y otros sitios ganador de varios reconocimientos y Miembro de varias organizaciones incluyendo Miembro Asociado de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna (USA), Miembro Correspondiente Academia de Artes, Ciencias y Letras de Iguaba Grande (Brasil).